“No me aguantan. ¿Qué estoy haciendo?” me repito hablando al cuello de mi camisa conforme me acerco a casa de Rodrigo y Angélica. No me he duchado. “No me ha dado tiempo”, me excusaré si les molesta. Atravieso la calle sin mirar a los lados, “A ver si hay suerte”. Un coche frena en seco. El claxon me provoca un zumbido en el oído izquierdo, un ruido tenue pero uniforme y constante, como la zozobra que siempre me invade. De nuevo no he escrito nada en todo el día. Me he pasado la jornada paralizado en el sofá consultando páginas de escorts y mirando la grieta que poco a poco se abre en el techo. He marcado en favoritos a las más guapas. Las he escrito un mensaje: “¿Es el precio negociable?” La hendidura del techo no paraba de crecer. Algún día se abrirá hasta tragarme. Me suena un pitido en el móvil. “Completo 150. No negociable.”
Por fin llego al piso, aunque sea una hora tarde. Me he desviado un poco para comprar un gramo. La cena ya está fría. Aun así, Rodrigo y Angélica me reciben con una sonrisa y unas palmaditas en la espalda. No hay un “¿Qué tal? ¿Cómo estás?”. Saben que la respuesta comprometería la liviandad del encuentro. ¿Por qué me cuesta tanto no ser sincero ante un simple saludo? En su lugar se les ocurre un “¡Nos alegramos de verte!”. ¿Por qué finjo que estos dos hipócritas son mis amigos? ¿Es porque son los únicos que aun no me han abandonado?
En estos encuentros existe un acuerdo tácito, nunca verbalizado pero presente como una soga en mi cuello: no hablar de adicciones, enfermedades ni deseos de suicidio. Especialmente el último tema traspasa la linea roja de cualquier amistad. He llegado a concluir que, si algún día logro privarme de respirar, no daré a mis seres cercanos mil y una señales previas de auxilio. No sabrían descifrarlas. No querrán descifrarlas. Mejor que les llamen por teléfono con la noticia y ellos finjan sorpresa cuando lo que realmente sentirán es alivio. Por eso ahora mastico el entrecot con la boca abierta. ¡No se puede llorar! ¡No se puede llorar! ¡Pues escucharéis mi ruido al masticar! Suena un bip. Es mi móvil. “Francés muy salivado 70€. Negociable.”
Los dos parecen acostumbrados a mis tics, balbuceos y exabruptos. ¿Por qué no me mandan a la mierda? Se me escapa un “zorra” al leer el mensaje recibido. Fingen que no lo han oído. Rodrigo me comenta lo mucho que le putean en la oficina y lo que madruga para hacer running todos los días. Recuerdo que a los quince años ambos dejamos el deporte para fumar y beber. Todo lo hacíamos a la par. Ahora él se compra las zapatillas de deporte más caras y sale a las seis de la mañana a correr en mayas y con una calculadora en el brazo. ¿Qué le impulsa a hacer eso? ¿Lo mismo que a mi ahora el querer meterme una raya en su baño?
–¿Cómo va tu libro? –me pregunta.
–Mejor no preguntes –contesto simulando que mi mano es un arma cargada que disparo en mi sien.
Miran a otro lado. No preguntan más.
–Vamos a tener un bebé –dice Angélica sin más.
Yo dejo de masticar. Miro a los dos. Espero a que digan que es broma. No rectifican, solo sonríen. Aun así yo suelto una carcajada. Siempre habían jurado que no tendrían descendencia. También que nunca se casarían ni tendrían una hipoteca. Ahora lo tienen todo más un coche de cinco puertas. Definitivamente no se puede confiar en las personas que juran.
–Estoy de quince semanas. No lo buscábamos.
–Si no lo buscas pones remedio –replico al cuello de mi camisa.
Les doy la enhorabuena y me voy al baño a vomitar. Me siento en el wáter y me meto una raya. La coca me absorbe. Me dan ganas de correr contra él tráfico. ¿Cómo pueden ser tan egoístas? Gracias a mi se conocieron y tienen una vida completa y feliz. ¿No les basta? Miro en el armario de aseo: ibuprofeno, aspirinas, laxantes y unas pastillas anticonceptivas. Ni rastro de ansiolíticos ni antidepresivos. ¡Ni siquiera un puto lexatín! ¿Qué necesidad tienen de sentirse agotados y vencidos criando a un niño? ¿Dónde me voy a agarrar ahora? Me vuelvo a sentar en el inodoro. La pierna derecha me tiembla. El oído izquierdo me pita. Miro al techo y veo una grieta. Me meto otra ralla. Salgo del baño sin tirar de la cadena.
Devoro el postre casero que Angélica ha pasado toda la tarde elaborando.
–En el baño tenéis una grieta –les digo.
Angélica deja de comer y mira a su marido. Rodrigo no levanta la vista de su twiter. El hermoso rostro de Angélica se vuelve pálido. Hunde sus ojos en el suelo y una lágrima cae por su mejilla. Me suena el móvil, “Muy viciosa. 90. Oferta final.”
Atravieso la calle portando bajo el brazo un táper que me han dado con los restos de la cena. De nuevo cruzo sin mirar, “A ver si hay suerte”. No la hay. Acelero mi paso pero me tropiezo contra el bordillo y caigo al suelo. El contenido del recipiente se dispersa bajo un coche aparcado. Estoy cansado. No me levanto. Un joven se acerca a socorrerme.
–¿Estás bien? –me pregunta ayudando a levantarme del suelo.
–¿Estoy bien? ¿Estoy bien? ¿Qué clase de pregunta es esa? –le increpo a la cara.
Nicoleta ha llegado. Acepté su oferta más el coste del desplazamiento en taxi. Es rubia, robusta pero femenina. Por el acento creo que es rusa o rumana. No me interesa saberlo. Le ofrezco una raya. Ella se mete la mía y la suya. Me bajo los pantalones y me dejo hacer mientras miro el techo. La grieta sigue ahí, cada vez más grande. Ella lame y succiona mi miembro mecánicamente, sin entusiasmo. No se me levanta. Después de un rato inútil hago a Nicoleta incorporarse. Le quito las bragas. Le pido que se siente cómodamente en el sofá. Yo me arrodillo delante de ella. Unto mi dedo índice en el montocito de coca y le separo los labios de la vagina con los dedos de la otra mano. Le paso el dígito cubierto de farla por el descapuchado clítoris. Empiezo a lamérselo delicadamente.
–Más fuerte –pide ella.
Yo lamo más intensamente. Saboreo un sabor entre ácido y amargo. Se me duerme un poco la punta de la lengua. Ella aprieta mi cabeza contra su entrepierna. Sus labios se hinchan. Mi boca aprisiona la parte superior de su vulva.
–Oh, sí… –dice ella mientras fuerza mi cabeza dentro de su hendidura.
Mi boca se hunde en sus entrañas. Ella sigue empujándome dentro. Más adentro. Su pelvis embiste contra mi rostro. Me falta aire. Estoy amordazado. Mi garganta regurgita. Me produce arcadas. Quiero vomitar. Cuando introduzco un dedo en su culo, el cuerpo de Nicoleta se estremece y se corre de repente, sin yo esperarlo. Respiro aliviado. Saco mi dedo manchado.
–Nunca me han hecho el amor mejor que tú –dice Nicoleta cubierta en sudor y recuperando el aliento.
Yo me quedo callado. Pago para que no me den conversación y para que no se queden el resto de la noche. No quiero saber nada de amor. Ni yendo de putas estoy a salvo.
Todo lo que puede suceder durante una vida ya ha sido escrito y repetido en millones de libros antes que éste. ¿Por qué seguir? Ante esa disyuntiva me concentro en la forma. Lo poco que escribo durante el día lo modifico hasta dejarlo irreconocible durante la noche. Elimino cualquier adorno y manipulación que pueda distraer, cualquier elemento que pueda ser interpretado o que resulte claramente transcendente. Lo depuro hasta quedarlo seco. A la mañana siguiente lo leo. Me parece insuficiente, inútil. caótico. No resulta sincero, sencillo, casto. Es demasiado críptico, un puzzle, un monstruo de Frankenstein. ¿Para qué continuar? ¿Para qué tanta lucha si nadie lo leerá? ¿Para qué me retuerzo tanto los brazos sino para flagelarme la espalda? ¿Por qué escribo si me van a seguir ignorando? Me meto de nuevo en las páginas de escorts. Llamo a mi dealer. Así día tras día.
Rodrigo me ha enviado un mensaje privado. Quiere verme. Es urgente. La petición de un vis à vis me extraña. Para mi lleva siendo un ser de dos cabezas desde que empezó su relación con Angélica. Cuando llego a la cafetería me está esperando. Su frente suda. Su pierna tiembla.
–¿Te has metido coca? –pregunto.
–¿Qué? –contesta confundido.
–¿Dónde está Angélica?
–Hoy se ha hecho la amniocentesis. Le ha dado positivo.
Como esa palabra me suena a programa de lavadora, no reacciono. Rodrigo esclarece mi ignorancia.
–Síndrome de Down. El bebé tiene muchas posibilidades de tener síndrome de Down.
–¿Un mongólico?
–Hemos esperado demasiado a tener un niño. Ahora tenemos solo dos semanas para decidir.
–¿Dos semanas?
–Es el límite para abortar por malformación.
–¿Lo sabéis con certeza? Has dicho “muchas posibilidades”.
–Cuando estuviera más crecido se confirmaría mediante ecografía.
–¿Entonces no es seguro?
–No, pero muy probable. Hay que decidir ya.
–¿Qué es lo que quieres tú?
Su pierna tiembla tanto que hace temblar la mesa.
–No es un bulto o un puré de patatas. Es una persona.
–¿Y qué es lo que piensa ella?
Rodrigo va a contestar impulsivamente pero en el último momento se calla. Sobre la mesa, los pequeños platos donde se apoyan las tazas rebosan café.
–Ella es quien decide –añade Rodrigo resignado.
–¿Y buscas mi opinión?
Rodrigo se queda dubitativo por unos segundos. Al final contesta.
–No.
–¿Entonces?
Los ojos humedecidos de Rodrigo me miran con frustración. Me llega otro mensaje al móvil. Nicoleta quiere volver a verme.
Me vuelvo a sentar al sofá a escribir. Miro con detenimiento pero no noto variación en el tamaño de la grieta del techo. Apago internet para no acabar regateando con putas. Abro el escrito. ¿Por dónde lo ataco? Me he documentado tanto sobre el tema que siento que no es suficiente, que debo de dejar de escribir y documentarme aun más. Solo si domino el tema a la perfección podré expresarme con propiedad. Cualquier excusa para dejar de escribir. Quizás debería hacer desaparecer el tema. En cualquier tema hay millones de temas que se pueden multiplicar, combinar y considerar hasta hacerles imperceptibles o más profundos que un gran tema. A lo mejor debería abandonar la ficción y escribir un ensayo. O a lo mejor debería de escribir solo sobre lo esencial, sobre penetrar en la vida de un alma. Nada más. A lo mejor debo conectar el wifi y encontrar una prostituta. A lo mejor debo dejar de escribir para siempre. A lo mejor debería terminar con todo. Me meto una raya. La grieta se abre. Me meto otra.
No hay nada peor que ir a un supermercado puesto hasta arriba. Voy lanzado. Cojo dos carritos de la compra. “Aparten del medio” digo a quien se cruza conmigo en los pasillos. Cuando salgo de casa me entra una ansiedad irrefrenable de volver cuanto antes para seguir escribiendo. Sin embargo, cuando estoy en casa siempre encuentro una excusa para no hacerlo. Meto de todo en los carros. A lo loco. Alimentos, limpieza, papel higiénico… tanto como si me fuera a refugiar en un búnker durante meses a esperar que pase un cataclismo. Cada vez que meto algo en el carro me siento más seguro. “De puta madre”. “Sí, esto es esencial”. “No puedo dejar pasar esto”. “Esto también es importante”. “Esto por si acaso”. “Ese último gazpacho es mío, zorra”. Los dos carros están a tope. No falta de nada. Empiezo a llenar la cinta transportadora de productos. La cajera me mira impresionada.
–¿Familia numerosa? –pregunta con acento latino.
–Sí –contesto–. Y por si acaso llega el fin del mundo.
–Que no le falte ambientador de pino si llega el fin del mundo –me dice conforme pasa varios envases del mismo producto por el escáner.
Es extrañamente bella y delicada, aunque su escote y maquillaje sean excesivos. Su quijada es rectilínea y su cuello ancho y firme, como el de un hombre. Se me pone dura pensando en meterla mano y no saber si lo que guarda en sus bragas es un coño o un rabo más grande que el mío.
–Toma guapa. Pásalo por la raja. –digo a la cajera entregándole mi Visa–. Del datáfono –aclaro cuando se queda paralizada.
–Si me das el número secreto me paso lo que quieras por donde quieras.
Creo que me he enamorado. Tengo que volver a este supermercado. Meto las bolsas en el maletero. Me invade una angustia de no haber comprado lo suficiente.
Llego a casa. Saco la compra de las bolsas. Me sorprendo. Creí haber comprado leche desnatada pero compré leche entera. Compré yogures azucarados pero solo me gustan los naturales. Compré salsa de Tabasco pensando que era ketchup. Compré decenas de botellas de agua con gas cuando lo que quería era agua mineral. Compré gazpacho cuando odio el pepino. Compré atún al natural cuando lo quería en aceite de oliva. Compré kilos de langostinos cuando soy alérgico al marisco. Compré pastillas para el lavavajillas cuando mi lavavajillas lleva años averiado. Compré montones de pizzas cuando no sé encender el horno. Compré carbón para la barbacoa y no tengo barbacoa.
Vuelvo a cargar las bolsas en el coche y voy a casa de Rodrigo y Angélica. Rodrigo no está. Ha salido a correr. Angélica cocina un guiso a fuego intenso mientras tiembla y suda como si tuviera el mono.
–¿Por qué dejaste de tomar la píldora? –pregunto a Angélica.
–Las cosas entre nosotros no iban bien.
–¿Y eso lo arregla tener un bebé?
–Uno con un cromosoma de más, no.
Meto la vista en la cacerola. Está haciendo comida para un regimiento.
–He ido al super. Cuando he llegado a casa me he dado cuenta que he comprado de todo menos las cuatro cosas que realmente necesitaba. Tengo el maletero lleno, por si necesitas algo.
–Tienes la opción de devolverlo.
–¿Para qué? Me compraré una barbacoa, arreglaré el lavavajillas y aprenderé a encender el horno. No lo lamentaré.
–Bien, así no tengo que darte mas tápers. Luego nunca los devuelves.
–Ya sabes que soy un desastre.
–Nos hemos acostumbrado.
Coloco un par de rayas sobre la encimera y los dos nos las metemos sincronizados.
–¿Recuerdas aquella vez que íbamos los tres a Sevilla a pasar el finde pero cogimos el tren equivocado y terminamos en Cuenca?
–¡Sí! Nos cogimos un buen rebote –contesta Angélica–. Al final nos lo pasamos muy bien. Aun tengo la guía de viaje de Sevilla muerta de risa en alguna parte.
–Deberíamos volver algún día.
–¿A Sevilla?
–No, a Cuenca.
–Quizás terminemos en Albacete.
Los dos nos reímos. Nos metemos otra raya.
Me siento en el sofá con el portátil sobre mis rodillas. Hoy he cenado pizza. Doy los primero golpes sobre el teclado. ¿Para quién escribo esto? Puede llevarme toda una vida escribirlo y seguramente no le importe a nadie. Al final es solo para mi. ¿Qué importa cómo quede? El daño está hecho. Me conformo con que se sostenga. Si avanzo adquirirá su rostro. Empiezo a escribir sin mirar hacia atrás o hacia adelante, haciendo asociaciones sin orden, barajando lo que no puede barajarse, complicando el puzzle sin pensar en una solución. Me gustaría escribir sobre otra cosa pero no puedo. Simplemente avanzo. Escribo frenéticamente.
Recibo un mensaje en el móvil. Es de Rodrigo y Angélica. “Será niño. ¿Nos ayudas a ponerle nombre?” Miro al techo. La grieta sigue ahí, amenazante. Quizás ya tenga el título para el libro. Continúo escribiendo. Pienso en la cajera. Quiero conocerla. ¿Me meto una raya?
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