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  • Foto del escritorSantiago Samaniego

Ficción: El elefante en la habitación


Me desperté temprano, tomé un café y me fui corriendo a la reunión. En la sala de conferencias estaba la gente más maravillosa que me hubiera imaginado: actores, cantantes, presentadores de televisión y algún supermodelo. Rostros muy conocidos que admiraba profundamente. De repente, la luz de la sala se atenuó y un foco muy potente apuntó sobre mi. Todos me miraron. Esperaban que empezara mi discurso. Sin embargo, yo no me lo había preparado bien. Comencé a temblar y balbucear. Percibía que todos los presentes sabían mucho más sobre el tema del discurso que yo. Conforme articulaba palabras, era consciente de todos los errores que decía. Podía ver cómo los presentes ponían sus ojos en blanco, apartaban incómodos la mirada, sonreían con superioridad o cuchicheaban de manera conspiradora a quien tenían al lado. Me torné colorado. Comencé a sudar. Mis dientes castañeteaban. Tras un tiempo que me pareció eterno, el organizador de la reunión se apiadó de mi y me interrumpió.


– Gracias por tu… –dijo alargando la frase hasta dar con la palabra adecuada– aportación.


      Seguidamente, fue él quien tomó la palabra y dio el discurso más elocuente, incisivo e ingenioso que jamas se hubiera pronunciado sobre el tema. Al terminar, los asistentes se levantaron y aplaudieron efusivamente mientras alguno me miraba con lástima. Recogí mi cosas y, cabizbajo, me metí en el ascensor. Al cerrarse el elevador, observé el reflejo distorsionado de mi rostro en la chapa de la puerta. Me quedé petrificado. Tenía el grano más grande, feo, rojo y en peor estado supuroso que jamás se había instalado en la punta de la nariz de un hombre. En ese momento, las miradas de todos en aquella sala cobraron sentido. Se había hecho obvia mi carencia de seguridad. Estaba claro que yo era consciente, desde el primer momento, que no merecía estar entre aquel grupo. De hecho, mi apariencia física seguramente era la responsable de algunas de las miradas que acababa de recibir.


Oculté mi nariz tras el cuello de la pelliza, como el fantasma de la ópera escondido tras su máscara, y volví a casa deprisa por las calles menos transitadas, mirando al suelo cada vez que me cruzaba con alguien. Cuando llegué, le conté a mi madre el escándalo ocurrido aquella mañana, esperando que se indignara como yo por la injusticia que había sufrido. En su lugar contestó:


–No seas tan vanidoso. Yo te veo perfectamente.

–Aquí mismo. En la punta –repliqué señalando con el dedo.

–Yo no veo nada –contestó mi madre–. De hecho, te veo más guapo que nunca.


Me encerré en mi habitación, asombrado y traicionado por semejante mentira y más aun, si cabe, por decir que ese era mi aspecto habitual y seguramente lo mejor a lo que podía aspirar. ¿Cómo podía mi madre hacerme eso? Jactándose así me confirmaba que nunca me había querido realmente. Solo había tenido ojos para mi hermano mayor. Yo le avergonzaba y me utilizaba de repuesto. Humillado y avergonzado, me guardé el resentimiento para otro momento y pasé el resto del día frente al espejo, limpiándome la herida, poniéndome diferentes aceites, cremas y apósitos en la nariz. Cuando me acosté, puse el despertador para que sonora una hora antes de lo habitual y deseé que el día siguiente fuera mejor.


Sonó el despertador, me levanté y me planté frente al espejo. El pánico se apoderó de mi de nuevo. Donde antes tenía un grano, ahora había una enorme cicatriz en medio de una rojez inabarcable. ¿Cómo podía ser posible? Esa mañana tenía otra reunión con la misma gente importante. Era mi última oportunidad de demostrar mi valía. No podía asistir así. Parecía un monstruo. Era como si tuviera una herida infectada y, aunque limpiara el 90 % de la infección, esta volviera a expandirse. Corrí en busca del neceser de mi madre y unté su maquillaje sobre mi nariz. Me miré en el espejo. Estaba aun terrible. Me escruté en todos los espejos de la casa. Iba a llegar tarde a la reunión. Mi mirada iba continuamente de mi reloj de pulsera al espejo. Corría de habitación a habitación mirándome en diferentes espejos, desde todos los ángulos posibles, donde la luz era diferente y el reflejo pudiera ser más favorable. Me ponía de nuevo el maquillaje, lo alisaba y después me lavaba de nuevo. ¡No había manera! Estaba convencido que con cada intento lo empeoraba todo aun más y era culpa mía. Parecía imposible borrar esa marca. Ojeé de nuevo el reloj. ¡Debería estar ya en la reunión y mi rostro seguía estando horrible! Intenté arreglarlo una última vez con mi corazón a mil y quedándome sin aliento.


De camino a la reunión escrutaba continuamente mi hocico en todos los espejos y superficies reflectantes que encontré. Finalmente, en el ascensor, abandoné toda convicción que me quedaba de recuperar la dignidad perdida el día anterior. De nuevo ante el reflejo distorsionado de la chapa, me di cuenta que era un hombre con maquillaje. ¿Qué clase de hombre se maquilla? Me esperaban las burlas y la vergüenza de los asistentes a la reunión y de cualquiera que se cruzara conmigo en la calle. Antes de entrar en la sala, me puse el pelo hacia delante, cubriendo parte de mi repulsivo rostro. 


Pasé toda la reunión callado, cabizbajo en la parte menos iluminada de la sala. Hablaba solo si era obligatorio y evitaba el contacto visual con todos. Cuando alguien finalmente se dirigió a mi, tan pronto como fue posible, me excusé y huí hacia el baño antes de que notara mi deficiencia. Frente al espejo, puse toda mi energía en reconstruir mis rasgos de gárgola con más maquillaje, mientras repasaba en mi mente cada palabra que escuché en la sala de reuniones, tratando de identificar los numerosos signos de rechazo hacia mi. Entonces, uno de los asistentes a la reunión entró en el lavabo. Al principio fingió no haberme visto, pero yo estaba seguro que le ponía en la embarazosa situación de tener que mirarme de reojo mientras orinaba. Cuando se lavó la manos, me echó una última mirada de pena. Sentí la obligación de tener que pedir disculpas por mi aspecto. Cada fibra de mi cuerpo solo quería desaparecer. Por su lenguaje corporal, estaba claro que entendía por qué yo me escondía en el baño. Sobretodo habiendo sido testigo del desastre estético del día anterior. Seguro que él hubiera hecho lo mismo estando en mi situación. ¿Era mejor dar lástima que repulsión? Me miré de nuevo en el espejo, me quité todo el maquillaje y desee estar a salvo en casa en mi oscura habitación, donde nadie pudiera verme.


Volví a casa tan rápido como pude, ocultando mi rostro tras el cuello del abrigo y mi largo flequillo, con miedo en todo momento a que la gente por la calle estuviera hablando de mi piel y mi nariz. Entonces, una voz gritó mi nombre desde lo lejos. Yo empecé a correr pero la voz era más rápida que yo y pronto una mano me agarró del hombro tras repetir al viento numerosas veces mi nombre.


–¿Por qué corres tanto? –dijo Sara.

–¿Es que no lo ves?

–¿El qué? –preguntó.


Me devoró la vergüenza y la rabia por ignorar algo que era tan evidentemente. No podía entender como podía ser tan cruel. ¿O solo estaba siendo amable para procurar no hacerme sentir peor?


–¿Qué va a ser? Mi cara –repliqué.


Sara fue mi primer amor. Con ella tuve mi primera experiencia sexual cuando ambos teníamos 15 años. Ella hizo un comentario a sus amigas sobre el tamaño de mi genitales. Rompimos. Fue tan humillante que me pasé años midiéndome el pene a diario. Desde entonces, siempre llevo relleno en los calzoncillos que, a menudo, tengo que ajustar para que no se caiga. 


–¿Qué le pasa a tu cara? –preguntó Sara.

–¿Es que no ves la marca? –grité señalando mi nariz y sin comprender por qué se atrevía a humillarme así.

Ella se acercó a medio palmo de mis napias y exploró mi piel.

–No veo nada. Estás tan guapo como siempre.

–No quiero estar guapo –contesté–. Quiero estar normal. ¡Soy un fenómeno de feria!


La empujé contra la pared y volví a huir como si me persiguiera el diablo. Cuando cerré la puerta de casa tras de mi, por fin sentí el alivio de estar en un lugar seguro. Tras quitarme la pelliza, me puse de nuevo ante el espejo. Quería centrarme en lo que podía hacer para quitar aquella repugnante marca de mi rostro. Sin embargo, tras contemplar mi reflejo, empecé a llorar de frustración y tristeza. De mi carúncula brotaban tantas lágrimas que distorsionaban la visión de mi reflejo en el espejo. Me di cuenta que mis ojos bizqueaban cuando sollozaba y empecé a percibir otros muchos defectos en aquel monstruo que me contemplaba desde el espejo: la línea demasiado redonda de la mandíbula, la extensa frente, el rostro asimétrico, el pelo excesivamente fino, numerosos kilos de más. Metí la barriga para comprobar si era menor horrible estando delgado. Producía la misma repulsión. Me convencí que era inferior, deficiente, odioso, que ninguna mujer podría amar nunca a ese monstruo ni ningún hombre sentir respeto hacia él. Abandonado a la voluntad de mi mente, escuché de fondo las risas de los niños del colegio burlándose de mi acné, llamándome “el granitos” una y otra vez. Frente al espejo empecé a revivir en mi cabeza los momentos más humillantes de mi vida uno tras otro. Quise huir tan lejos como fuera posible. Quise romper el espejo, hacerlo añicos. Sin embargo, me di cuenta que, por muy lejos que huyera, aunque rompiera el espejo, jamás podría escapar de esa nariz. Entonces cogí una cuchilla y me la corté.


Después todo se tornó oscuro. El algodón envolvía mi cuerpo. Unos beeps marcaban los latidos de mi corazón. Regado como por morfina, me abandoné al sueño favorito de mi infancia sin querer despertar. Estaba jugando en el patio de mi colegio y de repente caí muerto al suelo. Los otros niños, y los profesores que nos vigilaban, se dieron cuenta pero no hicieron nada, siguieron con lo suyo. Yo era demasiado feo para que se preocuparan. Sin embargo, cuando finalmente movieron mi cuerpo, la máscara de fealdad que llevaba puesta se deslizó de mi rostro hasta caer al suelo, revelando debajo a un chiquillo muy guapo. Entonces, mis compañeros y los profesores empezaron a llorar mi muerte. Estaban desconsolados. Se dieron cuenta que, hasta ese momento, me habían ignorado constantemente por ser feo. Estaban todos equivocados porque siempre había sido bello por debajo.


Finamente abrí los ojos. Estaba postrado sobre una cama. Tardé unos instantes en identificar el rostro borroso que hundía su mirada apesadumbrada sobre mi. 


–Mamá –quise balbucear sin éxito.




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