José conducía por el curvado ramal. Le dolía la cabeza. Marian, su mujer, iba en el asiento de al lado. Su respiración era entrecortada. Las lágrimas caían sin pausa por sus mejillas hasta empapar su blusa y transparentar sus pechos. En el asiento de atrás iba sentado pero atado de manos y pies su hijo de nueve años, Jesús. El chico reía extrañamente al escuchar a su madre sollozar. El coche se incorporó a la autopista que rodeaba la zona metropolitana de la ciudad. Los neumáticos del 4x4 se agarraban con firmeza al ardiente asfalto del mes de julio. Marian se esforzaba en hacer legible entre llantos el relato de lo ocurrido aquella tarde en la piscina. Aunque sus palabras eran inconexas por el hipo, José ya se había hecho una idea detallada de lo acaecido desde el momento en el que vio el rostro afligido de su mujer al recogerles del parking del polideportivo. Habían pasado por esto antes.
José sabía que su esposa pasaba las mejores horas con su hijo nadando. Aquella tarde, nada más llegar a la piscina, Jesús se quitó el bañador, defecó en el agua, jugó con las heces pardo-amarillentas y corrió desnudo tan rápido al rededor de las piscina que nadie pudo detenerle. El socorrista tocó el silbato y urgió a gritos a todos los bañistas salir del agua. El crío permaneció desnudo y riendo a carcajadas en medio del caos, impermeable a cualquier ridículo. Cuando Marian finalmente le cubrió con sus brazos, al apoyarse en ella le untó de caca la espalda y el pelo. A pesar de las disculpas y explicaciones por parte de Marian, no volverían a dejarles entrar a las instalaciones. De alguna manera, José y Marian ya se habían acostumbrado a vivir como apestados.
Al llegar a casa, Marian dijo a José que se quería encerrar un rato en el dormitorio. José la miró con resignación. Estaba muy delgada, pálida y completamente abatida. Sus brazos estaban cubiertos de moratones y rasguños. Como acostumbraba tras una crisis así, necesitaba meterse en el oscuro fondo del vestidor y permanecer unas horas sin ruidos, sin luz y sin nadie. En el salón, Jesús permaneció por fin tranquilo. José le acababa de administrar su ración de Aripoprazol,
Topamax y Prozac. El crío jugó en el suelo con la bolsa para la fruta. Se introdujo en ella y permaneció dentro, entrelazando y separando las asas hasta que se quedó dormido. Marian pasaba demasiadas horas con un niño cuya percepción del mundo era como escuchar la radio entre dos emisoras. Su propia aprehensión se veía afectada. Según Marian, José trabajaba muchas más horas de las necesarias. Sola con el niño en casa ya no distinguía si batallaba contra gigantes o molinos. A pesar de ello, José se manejaba con Jesús mejor que ella. Había aprendido a tratarle con refuerzo positivo, como quien adiestra a un perro. Si hacía algo mal, como golpearse la cabeza, agitar los brazos o hacer ruidos chirriantes, le castigaba físicamente. Si se portaba bien, le recompensaba con una pegatina que colocaba en un tablón. Cuando acumulaba un número determinado, Jesús podía elegir algo que le gustara. Cuando esto sucedía se ponía contento. A veces se le escuchaba decir “Quiero un zumo”, probablemente la única frase con sentido que su lenguaje había desarrollado. Otras veces alzaba los brazos, pidiendo ir a caballo sobre las espalda de su padre.
A la mañana siguiente, José llevó el desayuno a la cama de Marian. Las persianas estaban echadas y ella permanecía oculta en posición fetal bajo las sábanas.
–¿Has dormido bien? – preguntó José al flaco bulto yaciente sobre el colchón.
–No –contestó Marian embozada. –Cada vez que me despertaba me daba cuenta que no era una pesadilla.
José decidió llevarse al niño y dejar a su mujer el resto del día sola, sin ruido, sin luz, sin nadie. Montó al chico en la silla de coche del asiento trasero y se dispuso a conducir sin un destino fijado, dando vueltas por las autopistas que rodeaban la ciudad. Después de un rato al volante, divisó un cerro a lo lejos rodeado de densos pinos y con un monumento religioso en la cima. Cuando vio la salida numero trece, la tomó y entró en el recinto, que parecía desolado. Dejó a un lado un amplio parking donde comenzaba el pinar y siguió por el camino sinuoso hacia arriba, hasta llegar a las verjas cerradas que delimitaban la propiedad de un convento. Un cartel indicaba “Lugar de clausura. No pasar”. José dio la vuelta a su coche y bajó de regreso hasta el polvoroso parking. Tras sortear numerosos baches, aparcó su coche. Tan solo había otros cinco o seis coches diseminados a lo ancho del aparcamiento. Cerca habían numerosos merenderos y un extenso parque infantil. Parecía un lugar perfecto para pasar una jornada familiar. Sin embargo, era sábado por la mañana y estaba vacío. El padre pensó que era un sitio magnífico para pasar el día con su hijo sin molestar a nadie.
José bajó del coche al niño y los dos se adentraron en el pinar para resguardarse del sol, que iba aumentando en intensidad. A poco más de cien metros del aparcamiento, bajo la sombra de los altísimos pinos carrascos, encontró una fuente rodeada de varios merenderos de madera ajada. Allí se sentó y dejó al niño jugar con la arena y piedras que había en el suelo. Miró a su alrededor y no divisó a nadie. La tranquilidad del campo le hubiera embargado si el constante y aturdidor ruido de la autopista cercana no eclipsara el canto de las cigarras. Inesperadamente, vio algo que salía de entre los pinos, una silueta anfibia, fibrosa y frágil que vestía mayas negras y se aproximaba hacia él con andar cauto, sinuoso y ambiguo, como un felino. Aquella pantera escrutaba a José con sus rotundos ojos negros, midiendo a su presa sin ningún rubor. Tras varios pasos sobre sus puntillas, se paró. Apoyó el brazo contra la corteza de un pino, asentando su peso sobre la pierna izquierda y formando una bella silueta en contraposto. Aunque tenía el pelo peinado a lo garçon, José no supo diferenciar el sexo de aquella extraña criatura que le miraba fijamente. Tras unos segundos aguantando su mirada, la pantera dio un salto decidido hacia él. En ese momento, el niño chico empezó a chillar, gritos como relinchos que pasaron a bufidos y carcajadas descontroladas al instante. Confundido por la seducción de aquella visión espectral, José volvió a buscar con la mirada al depredador que le acechaba. Sin embargo, éste ya había desaparecido entre los pinos sin dejar rastro, como un fantasma. José se levantó a ver con qué estaba jugando su hijo que le exaltaba tanto. Tuvo que acercar mucho su mirada al suelo para comprobar que estaba manipulando con un palo un preservativo usado cubierto de decenas de hormigas resbaladizas. Rápidamente le quitó el palo y le alzó en brazos. Jesús empezó a rugir y aullar descontrolado, golpeando a su padre en el cuello y las orejas. José le agarró de las muñecas y le apretó fuertemente hasta hacerle daño e inmovilizarle. Solo entonces el niño chico se calmó.
De vuelta al aparcamiento, limpió las manos de su hijo con toallitas desinfectantes, peinó su ingobernable remolino y le prometió una pegatina al llegar a casa como recompensa. Tras acoplarle en la silla para coche del asiento trasero, alzó la vista y vio a la silueta felina volver a observarle desde la entrada del pinar. Un nuevo coche llegó al aparcamiento. De él se apeó un hombre vestido de ejecutivo que se adentró sin demora entre los árboles. El leopardo negro observó a su nueva presa y tras unos segundos se volvió a sumergir entre las sombras del pinar sin dejar de clavar la mirada en José hasta desaparecer. Carcomido por la curiosidad, José ató al niño a la silla, se aseguró de incapacitar sus manos y pies y cerró el coche, dejándole tras las lunas tintadas.
José se introdujo de nuevo en el pinar siguiendo la dirección en la que había desaparecido el ejecutivo y la pantera. Conforme caminaba sobre las espigas secas, alejándose pinar adentro, el ruido del tráfico iba desapareciendo dejando paso al intenso vibrar de las cigarras. Finalmente localizó a la huidiza silueta negra mirándole desde lo alto de un terraplén. Cuando sus ojos se encontraron, el felino volvió a desaparecer entre los pinos. José siguió su rastro subiendo por la pendiente. Cuando llegó a la cima, le faltaba el aliento, gotas de sudor caían por su frente. Tras respirar hondamente, divisó al fondo, entre los árboles, una estructura derruida. Enfocó mejor su mirada en el horizonte. Aquello parecía una vieja casa abandonada. Bajo el dintel de la puerta, le volvía a observar la sinuosa silueta negra que le indicaba el camino a seguir. Tras unos instantes atrayéndole con la mirada, el felino dio un salto y desapareció en el interior de la casa.
José avanzó por el estrecho sendero hacia la ruinosa edificación. Las cigarras chirriaban aun más fuerte por esa zona y los pinos desprendía un fuerte olor leñoso a resina. José se sentía observado, como si los ojos de lechuza de Atenea se posaran sobre su nuca. El terreno seguía ascendiendo cubierto de pinos a su derecha. Allí, entre aquellos árboles, localizó tres siluetas dispersas que permanecían quietas, observándole como búhos. El más cercano superaría los cincuenta años de edad, era calvo y tenía el pecho abultado, como el de un palomo. Un poco más alejado, un joven con ropa deportiva y perfil aguileño permanecía sentado sobre un tronco caído fumando un cigarrillo.
Parcialmente oculto tras las ramas de un arbusto, estaba el ejecutivo recién salido de la oficina. Vestía con camisa blanca y traje oscuro, como una urraca. Los tres estaban en silencio. Ninguno tenía prisa pero todos esperaban algo, un inminente eclipse solar que reactivara sus desalmadas presencias. El corazón de José palpitaba fuertemente hasta taponar sus oídos. Siguió caminando hasta situarse frente a la puerta de la casa en ruinas. Se acercó. Había que salvar un gran escalón hacia abajo para poder entrar. En su lugar, se limitó a meter la cabeza para observar el interior. La casa carecía de techo. Las paredes del interior tenían numerosas pintadas obscenas. El suelo estaba lleno de escombros: sillas rotas, botellas de plástico, envoltorios de preservativos, clínex usados… Una pared parcialmente derruida ocultaba el resto de la estancia.
–¿Vas a entrar? – zumbó una voz inesperada a su oído.
José dio un sobresalto. El hombre que le había asustado desprendía un tufo intenso a ambientador. Debería rondar los cuarenta, estaba sin afeitar, tenía los ojos enrojecidos, los orificios nasales irritados y la cara morada, como si le hubiera faltado el aire durante un largo tiempo.
–No –contestó José intentando ocultar su miedo y permitiéndole el paso al interior de las ruinas.
José y su hijo regresaron a su domicilio. Cuando entraron, la oscuridad les envolvió. Todas las persianas estaban bajadas. José pronunció en alto varias veces el nombre de su mujer. No hubo respuesta. Cuando fue a entrar en la cocina, una voz replicó:
–No enciendas la luz.
José se detuvo. Era la voz de su mujer. En el fondo de la cocina se discernía una silueta cabizbaja y consumida.
–Me estoy volviendo loca. No quiero que me tengas que volver a ingresar.
–Eso no pasará –contestó José.
–¿Me lo prometes?
Jesús empezó a golpear insistentemente con la palma de la mano la puerta de madera de uno de los armarios de la cocina.
–Tiene hambre –dijo José.
Tanto los armarios como la nevera permanecían cerrados con candado porque sino el niño terminaba por lanzar todos los alimentos contra las paredes.
–Le odio –dijo Marian.
–No digas eso.
–¿Hasta qué punto puede una madre amar a un hijo que no puede corresponderle?
–Calla –contestó José. –Puede oírte.
–No puede. Su alma está atrapada.
–Entiende más de lo que creemos.
–¿Tan seguro estás? –preguntó Marian.
–Sabes muy bien cuando está feliz y cuando está triste.
–Yo estoy siempre triste. Con él nunca tendremos vida.
–No vamos a abandonarlo –dijo José.
–El mes pasado, cuando le operaron de los dientes. Desee que no despertara de la anestesia.
–Eso es porque quieres librarle de su sufrimiento.
Jesús continuaba golpeando los armarios y empezó a emitir un sonido gutural constante y chirriante, como el de las cigarras.
–No parece que sufra –dijo Marian observando al chico. –Sin embargo, yo me siento como un mueble. No me reconoce. Nunca me mira a los ojos. Podíamos sustituirme por un trozo de cartón con mi contorno y no notaría la diferencia.
–No vamos a ingresarle ni dárselo al estado. La falta de cariño le mataría.
–Nuestro amor le resulta inútil. Le visitaríamos a menudo, si quieres.
–Ya hemos discutido esto –quiso sentenciar José. –Creía que estábamos de acuerdo.
–Lo hemos probado todo. Terapias, medicinas, integración sensorial… Solo le hemos torturado más. ¿Por qué no?
–Porque temo que si un día no vamos a verle, dejemos de ir para siempre.
–Ya no puedo con él y él sigue creciendo –contestó Marian. –No quiero cambiar pañales toda mi vida. Ni limpiar más heces de las pareces. Antes me marcho a Rusia o me corto la cabeza.
–No podemos echarlo al fogón como si fuera un pedazo de carne.
–Es un alma muerta en un cuerpo vivo. ¡Es un pedazo de carne!
–Quizás es así porque deseamos que no exista –concluyó José.
Marian se encerró de nuevo en el fondo del vestidor, sin luz, sin ruido, sin nadie. José le preparó la cena y se la dejó en una bandeja junto a la puerta del armario. Tras tomarse la medicina, –a la que José añadió una ración extra de melatonina– el pequeño Jesús volvió a quedarse dormido dentro de la bolsa para la fruta. En la televisión echaban una película de zombis que José veía sin prestar atención. Varios seres de ultratumba, grisáceos y de vestir andrajoso, con los andares del monstruo de Frankenstein, se abalanzaban sobre un hombre y le mordían por todo el cuerpo, despellejándole vivo mientras gritaba en paroxismo febril. José sintió que tenía una erección entre las piernas, algo que nuca le pasaba sin estimularse previamente. Notó un pinchazo en los tobillos. Se miró y comprobó que no se había quitado los zapatos desde que llegó a casa. Incrustadas en el tejido de los calcetines y los zapatos tenía varias espigas secas que se clavaban en su piel. Se las quitó una a una y las observó reunidas en la palma de la mano.
Antes de coger el coche, se aseguró que la casa estuviera en orden: el niño en su bolsa y su mujer en su nicho. Eran pasadas las doce de la madrugada, hacía calor y la autopista que rodeaba la ciudad estaba prácticamente vacía. A lo lejos divisó el cerro con el monumento religioso iluminado en su cima. Se desvió en la salida trece y entró con su coche en el recinto. El camino asfaltado que llevaba al convento de arriba estaba iluminado con farolas. José se desvió y se introdujo en el arenoso aparcamiento, junto a la entrada del pinar. Parecía completamente desierto. Esquivó los baches y se fue adentrando en la oscuridad, donde los faros de su coche iluminaron al fondo numerosos coches aparcados: turismos, monovolúmenes, deportivos, un taxi, algún vehículo comercial… Primero apagó las luces y después aparcó. Se quedó unos minutos esperando a ver movimiento. Todo estaba quieto y los coches vacíos. Finalmente, se bajó de su vehículo y se adentró en el pinar.
Conforme penetraba en la oscuridad, su sentido del oído se iba agudizando. Las espigas secas crujían de nuevo bajo sus suelas. Se escuchaba la autopista cercana. Entonces oyó pisadas que no era suyas. Se paró. Una silueta con forma humana se acercaba hacia él. José temió por su vida. Aun así, reanudó su paso sin alterar el rumbo. La silueta se convirtió en una masa tridimensional, grande y viril que pasó a un metro de distancia de él sin prestar atención a su presencia. Le siguió con la mirada. No pudo definir su edad. La oscuridad impedía ver los rasgos de su rostro. Se dirigía hacia el aparcamiento con paso determinante, como si anduviera por una calle concurrida.
José siguió adentrándose en el pinar. La luz tenue de la luna solo iluminaba algún hueco entre árboles que no bloqueaba la copa de los pinos. Vio a otra silueta cruzarse a unos metros. Poco después, de nuevo vio una más ir en la misma dirección. José las siguió. Unos segundos después, aquellas siluetas desaparecieron entre los árboles. Miró al rededor. No podía distinguir nada excepto el contorno de los pinos. De repente, vio un vaporoso destello rojo. Primero aumentaba y después disminuía de intensidad. Parecía alguien inhalando un cigarrillo. Todo estaba en silencio. Caminó hacia la dirección del cigarrillo encendido. Cuando dejó de ver aquel leve centelleo, se detuvo. Pisaba un terreno arenoso. El aire olía a resina. Se quedó quieto hasta que sus ojos se acostumbraron a la negrura que le rodeaba. En ese momento, alguien salió de entre los pinos y se aproximó a él. No emitió una palabra. Tan solo pasó muy cerca, le miró y volvió a alejarse para perderse entre los árboles. José apenas pudo distinguir algunas facciones en aquella fantasmal presencia. Llevaba barba y una gorra puesta. De repente, otros cuerpos salieron de entre los árboles. Se encontraba en un punto concurrido. Uno a uno caminaban como almas errantes hasta perderse en la oscuridad. Cuando alguno pasaba muy cerca de él, notaba que le escrutaban con la mirada. Sin embargo, José apenas distinguía detalles en sus oscuros semblantes. Podían ser de cualquier edad, condición o raza. Era imposible distinguirlos más que por la forma de su contorno; alto, bajo, gordo o delgado. Su corazón latía muy fuerte. Pensó que los acechadores podrían oír sus latidos y hacer de él una presa fácil.
La luz de la luna bañaba tenuemente una extraña figura que se movía orgánicamente en un claro entre los árboles. José se acercó un poco para verlo mejor. Aquella forma era como un clúster de varios cuerpos entrelazados en movimiento. Piernas, brazos y cabezas que se enmarañaban y desenmarañaban, expandían y encogían como palpitantes entrañas. Varias siluetas observaban el fenómeno a cierta distancia, como satélites solitarios que imponían su sombra. Entonces, una mano agarró a José y lo aprisionó contra el tronco del pino más cercano. Cuando quiso reaccionar, unos labios bajaban desde su cuello a su cintura. José se quedó sin respiración. A pesar de tenerlo a pocos centímetros de sus ojos, no pudo distinguir el rostro de su asaltante, que ya le había desabrochado el cinturón y exploraba su entrepierna. Otras manos y otros labios sin rostro surgieron de la oscuridad y se enredaron como serpientes en su pecho y cintura. Le desabrocharon la camisa y le comieron la oreja, el cuello, su tupido pecho y pezones. Una boca anónima se metió su semi-flácido pene en la boca y empezó a succionar. En poco segundos, José se puso duro. La tierra se abrió entre sus pies pero él no cayó al foso ni se elevó hacia el cielo. Permaneció ingrávido en el limbo entre manos y bocas desconocidas que le exploraban y succionaban todos los poros de su ser sin hacer preguntas, sin rendir cuentas, sin esperar nada a cambio excepto producir placer. Aquellos cuerpos condenados al silencio colisionaban unos contra otros supliendo por unos segundos vacíos inconquistables. Eran animales sin cobijo, constelaciones perdidas, organismos sin amor y sin rostro, de pulsiones palpitantes pero carentes de vida. Cuerpos sin alma que solo buscan un olvido fortuito que alivie brevemente su pesada carga. En un instante, José explotó en aquella boca sin rostro. Seguidamente, la boca escupió su muerta savia al suelo. El vacío se volvió a hacer presente. Los brazos y labios que le envolvieron se replegaron de inmediato y desaparecieron en la misma oscuridad de la que surgieron. José, aturdido, se encontró de nuevo solo y sin aliento.
Montó en su coche y condujo de vuelta a casa con las ventanas bajadas. Abrió la puerta de su domicilio con sigilo. Cuando entró se sorprendió al ver las luces encendidas y un estruendoso ruido que llegaba del baño. Los pañales del niño estaban en el suelo del pasillo. Una mancha roja brillante cubría la puerta del baño, la moldura y la pared. José pensó que había llegado tarde a la escena de un crimen. Entró en el baño y había caca por todas partes, salpicaduras de sangre en el espejo, heces desechas y un charco de vómito en el suelo sobre el que su hijo estaba sentado, desnudo de cabeza a los pies, balanceándose y emitiendo fuertes gemidos, mientras agitaba las manos que goteaban sangre tras haberse mordido a si mismo. No había manera de dominarle. Cuando José intentaba acercarse para socorrerle, el niño le lanzaba mierda. Pidió ayuda a Marian pero ella no salió del fondo de su tenebroso vestidor en ningún momento, donde permanecía lamentándose con las manos tapándose los oídos.
José llamó por teléfono al psiquiatra de guardia, quien acudió un hora más tarde. Una hora de gemidos y lamentos incansables. El psiquiatra recomendó ingresar al pequeño unos días, mientras los médicos probaban otros fármacos con él. Pocos fármacos le quedaban por probar. También recomendó ingresar de nuevo a Marian una temporada para que descansara sin ruidos, sin luz y sin nadie. José asintió.
A la noche siguiente, José volvió a coger la salida número trece y aparcó en el parking polvoriento. Salió del coche y se desnudó por completo, dejándose solo puestos los calcetines y los zapatos. Un viento fresco acariciaba su piel. Se podía sentir la humedad en el aire. El cielo sobre el cerro se estaba encapotando. Una tormenta de verano podría precipitarse en cualquier momento. La arenisca se empezaba a levantar en el polvoriento parking. A pesar de ello, como un espectro, José se sumergió desnudo en el inmenso pinar hasta que su cuerpo desapareció entre la densa oscuridad.
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