Una niña sin cabeza caminaba sola por la calle. Avanzaba dando tumbos, chocándose contra las paredes y tropezando con los bordillos. El sol no le acariciaba los cabellos pero sí las piernas, que eran largas y bellas, aunque estuvieran magulladas. Al llegar a casa, su padre la recibió sorprendido:
–¿Has perdido la cabeza?
–La dejé en el colegio.
–¿Por qué?
–Nos dijeron que pensáramos con la cabeza de otro.
–¿Y por qué no llevas puesta la cabeza de otro?
–Porque detesto vivir pensando en lo que otros quieren que piense, lo que les parece a los demás o lo que les disgusta.
–¿Y por qué no regresaste con la cabeza de antes?
–Un chico me la cogió. Intenté recuperarla, pero sin ojos no veía quién se la llevaba.
–No está mal pensar con la cabeza de otro. Yo lo hago desde hace mucho y tengo más en cuenta a los demás. Esta cabeza pertenecía a un periodista deportivo. He vivido los mejores momentos de mi vida con ella, también los peores tropiezos. ¿La quieres probar?
–No, papá. No quiero vivir con tus prejuicios y frustraciones.
–No los notas. Te adaptas tras un rato. Además, tendrías media vida hecha.
–¿Y qué cabeza llevarías tú?
–La de un jugador de fútbol o la de un escritor.
–Vale. Sin cabeza pierdo el equilibrio. Ponme la que llevas. Pero si no me gusta te la devuelvo, ¿de acuerdo?
–Si no te agrada ya buscaremos otra.
Por no dejar el salón perdido de sangre, se fueron al baño. Allí el padre se arrancó la cabeza y la puso sobre el cuello cortado de su hija. Sin embargo, no encajaba. La cabeza del padre era mucho mayor que el hueco sobre los hombros de la niña. La empujó haciendo presión sobre aquella carne blanda. –Sujétatela sobre los hombros un momento –dijo el padre antes de empujar más fuerte–. Así, con las dos manos.
El padre aplastó la carne dura de su cabeza contra la carne flácida de ella. Luego empezó a atornillar la cabeza en el cuerpo de la chiquilla. Cuando terminó de atornillar, la giró para enroscarla.
–¡Ya está! –dijo el padre.
Entonces, sonó el timbre de la puerta. Fueron a abrir. El padre sin cabeza se golpeaba con las paredes del pasillo, la hija se tambaleaba por el excesivo peso sobre sus hombros. Finalmente, abrieron.
–¿Esta cabeza es vuestra? –dijo una señora sujetando por los cabellos una cabeza de niña.
–Sí –dijo la hija.
–Toma –dijo la mujer entregándosela a su propietaria–. A mi hijo no le sirve. ¿Os sobra una de niño? Guapo, rubio, que sea obediente. Sin astigmatismo y sin brackets, por favor.
La niña cogió la cabeza por los pelos y la examinó. Los cuatro dientes premolares estaban partidos. Junto con los ya puntiagudos caninos e incisivos, le daban a la dentadura aspecto de sierra.
–Está un poco magullada pero se la quité al chico justo a tiempo –añadió la mujer bajo el marco de la puerta.
En el salón, padre e hija discutieron qué hacer con la cabeza que acababan de recuperar.
–La tuya me pesa mucho, papá. Además, lo veo todo sombrío y me empiezan a sudar y temblar las manos.
–Quédatela unos días, así te preparas para la vida que vas a llevar más adelante –contestó el padre–. Yo, mientas tanto, me pondré la tuya, para ver por dónde piso.
Aquella noche, la niña se miró en el espejo de su cuarto. La mirada de la cabeza de su padre acaparaba todo su cuerpecito en pijama con dibujos de pececillos. Recordó un sueño que no era suyo. Una pequeña niña se ahogaba en la playa. Su bello cuerpo desnudo se hundía inerte bajo el agua del mar. Ella lo observaba también bajo el agua pero nadando como un pez, sin necesidad de un tanque de aire. Otros cuerpos, en su mayoría niñas, empezaron a ahogarse también a su alrededor. En ese momento, frente al espejo, la niña con la gran cabeza de su padre sobre los hombros, se anudó el cinturón de karate en torno al cuello y empezó a estrangularse tirando fuertemente con una mano, mientras con la otra, sudorosa, se masturbaba.
En el salón, el padre estaba del revés en el sofá, con la nuca y los hombros aplastados contra el asiento y el espinazo contra el respaldo. Las rodillas descansaban junto a los hombros, mientras que la punta del pene erecto tocaba los labios forzosamente cerrados de la boca de su hija.
—Abre la boca. Ya verás qué bueno. La lengua y los labios tienen una concentración mucho mayor de nervios que un pene erecto —decía la cabeza del padre cada vez más hinchada y morada frente al espejo del cuarto de su hija—. El placer mío es solo secundario, cariño.
En el salón, la punta del pene empezó a entrar en la boca.
—¿Para qué quieres una cabeza si no piensas con ella —dijo la cabeza de la niña cada vez más asfixiada conforme el pene se abría camino en su garganta—. No hay hombre que no quiera ser déspota cuando su miembro se pone duro —sentenció antes de cerrar la mandíbula de dientes de sierra con fuerza.
En el dormitorio, la cabeza del padre se desprendió del cuerpo de la niña hasta caer rodando por el suelo.
En el salón, la cabeza volteada de la niña se tragó el pene erecto del padre, que quedó atravesado entre la faringe y el esófago.
Minutos más tarde, el cuerpo sin cabeza de la niña echó a correr ligero por las oscuras calles. Atravesó la ciudad a largas zancadas, esquivó baches, saltó muros y alambradas, hasta que, finalmente, se sumergió en la profundidad de un turbio estanque.
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