Caía la noche. La tormenta arreciaba sobre la bahía. A causa de un rayo, la zona llevaba varios días sin luz eléctrica. Pedro y otros cinco pescadores estaban refugiados en la taberna del puerto, iluminados por la tenue luz de una lumbre, cuando un ciego mojado de la cabeza a lo pies entró por la puerta. Su vestir era descuidado y su andar renqueante, pesado y con espasmos, como si una corriente eléctrica le atravesara a cada paso. Sus párpados se cerraban con un tic nervioso sobre unos ojos blancos, grandes como obleas. Se acompañaba de un bastón de empuñadura metálica y afilada punta que golpeaba por donde pasaba. Los hombres de mar interrumpieron su conversación y observaron al ciego abrirse camino entre las mesas y sillas hasta llegar al mostrador.
–¡Mesero! Sopa de gaviota –dijo el ciego echando unas monedas sobre el tablero.
–¿Le sirvo sopa de rata? –contestó el camarero–. Viene a ser lo mismo –los pescadores rompieron en carcajadas al unísono. Cuando el alborozo se disipó, el ciego se dirigió a los hombres.
–Necesito llegar a La Roca. ¿Algún amable pescador se presta a llevarme?
–Ese islote está abandonado –contestó uno–. ¿Qué se le ha perdido allí?
–La vista –contestó el invidente.
Los pescadores se miraron. Uno de ellos emitió una carcajada que acalló con rapidez al reverberar sola en las paredes.
–En aquel peñasco encerraban a los desertores, asesinos, violadores e invertidos, la escoria más despreciable de la nación –dijo el mesero antes de que se animara la conversación entre los pescadores.
–Hasta que el tifus acabó con todos –dijo Pedro.
–Fue la peste –replicó el mesero.
–El cólera –mencionó otro pescador.
–La fiebre amarilla –dijo otro.
–Por sodomitas –comentó uno de los hombres.
–¡Por alimentarse con carne de gaviota! –exclamó jocosamente Pedro.
–Se comieron entre ellos. Eran unos bárbaros. Su cadáveres aun siguen allí.
–Lo que no hayan devorado las gaviotas.
–¡Justicia divina! –añadió otro pescador.
–La justicia divina es contraria a la ira del hombre –interrumpió el ciego. Los pescadores le miraron con recelo.
–Aquellos seres no se merecían el perdón de Dios ni el olvido del hombre –sentenció uno de los pescadores.
–Poca gente los merece, ¿pero quien somos nosotros para alzarnos como tribunal? –añadió el ciego, que con sus ojos blancos, sin parpadear por unos instantes, parecía escrutar al grupo de hombres.
–El viento traía constantemente sus llantos hasta el puerto –dijo el mesero tras unos instantes de silencio–. Todos los oíamos.
–Los llantos del averno –dijo Pedro tras un silencio–. Los escuchábamos muy cerca cuando íbamos mar adentro.
–Yo aun los escucho –dijo uno de los hombres.
El fuego iba mermando. Una ceniza blanca cubría el color rojo, sin llama, de algunas de las brasas.
–Algunos saltaron al mar al vernos pasar –continuó la última voz.
Los pescadores se quedaron con la mirada perdida en el suelo o en los muchos rincones que no alcanzaba ya a iluminar la luz de la lumbre.
–Morirían de frío en el agua o comidos por los tiburones –dijo Pedro.
–Eran escoria.
–Se lo merecían.
–Sí –asintieron los demás.
Los pescadores se quedaron en silencio escuchando el crepitar del carbón.
–Tengo entendido que el lugar está cerca de aquí –afirmó el ciego.
–A algo más de una milla –contestó Pedro–. Dentro aun de la bahía.
–Recompensaré a quien me lleve –replicó poniendo unos billetes sobre la mesa.
–¿Cómo puede un ciego tener tanto dinero? –preguntó el mesero.
–Seguro que es un ladrón –comentó en susurros a sus compañero uno de los pescadores.
–O un asesino –murmuró otro.
–Un invertido –rió uno más.
–O un desertor –dijo el último con desprecio.
Los hombres se irguieron y sus rostros se ensombrecieron aun más.
–Era su confesor –dijo el ciego mostrando un rosario que tenía rodeando su cintura–. No juzgo a nadie por su aspecto. Gracias a mi ceguera solo puedo ver el alma de las personas, aunque aveces apenas alcance a ver la mía.
–Debió de escuchar de sus bocas las cosas más repugnantes y oscuras –dijo Pedro.
–Cuando un hombre busca redención se ilumina –contestó el invidente.
–Los guardias les abandonaron a su suerte cuando se propagó el contagio –dijo uno de los pescadores–. ¿Por qué íbamos a socorrerles nosotros?
–Hubiéramos padecido como ellos –añadió otro.
Todos callaron por unos segundos. Ya no quedaba ninguna llama danzando en la lumbre. El ciego cerró sus ojos. Los demás estaban en la oscuridad sin cerrar los suyos.
–¿Cuándo desea ir? –preguntó Pedro.
–¡Ahora! –contestó el ciego.
–¡Es de noche!
–¿Y cuándo no lo es? –dijo el ciego.
–Espere a que descampe –dijo Pedro–. Le llevaremos.
–¡No ha parado de llover en varios días! –exclamó uno de los pescadores.
–Demasiados tiempo sin recibir el jornal –dijo otro.
–Una condena –añadió otro.
–Mañana aclarará el cielo –dijo Pedro–. Estoy seguro.
Pedro pasó la noche dando vueltas en su camastro sin lograr conciliar el sueño. A la mañana siguiente, el temporal no había amainado. Aun así, Pedro y sus cinco compañeros esperaron al ciego en el puerto enfundados en sus gabardinas. El ciego llegó al muelle con su tic nervioso y caminar renqueante, con la punta del bastón dando golpes a todas partes pero sin un paraguas que le protegiera. El mesero también le aguardaba. Portaba un recipiente de pan cubierto por un trapo.
–Su sopa –dijo el mesero poniendo en las manos del ciego el cuenco de hogaza–. Siempre quedan gaviotas atrapadas en las redes de pesca –añadió.
El barco partió del muelle. Era un pesquero a vapor de unos quince metros de eslora y que se alimentaba de carbón. El ciego se refugió en la popa, que tenía forma boyante, como la cola de un pato. Conforme se adentraron a la bahía, las olas empezaban a alcanzar peligrosamente los costados de la embarcación, agitando su casco con fuertes vaivenes. Pedro se acercó al ciego y le habló al oído.
–¿Puedo confesarme?
–Yo no puedo expiar tus pecados –contestó el invidente–. Tan solo escucharte con todo mi ser, si eso sirve de algún consuelo.
Pedro relató al oído del ciego todas sus transgresiones, vicios e imperfecciones. Con mucho esfuerzo verbalizó lo más abyecto de su ser, los más inconfesable y vergonzante, sus mayores debilidades, envidias, miedos y despechos, los males causados a sus seres queridos y los desprecios a desconocidos. Cuando acabó se sintió vacío. El bamboleo del barco le hacía hasta ligero, como un bebé siendo mecido en los brazos de su padre.
Después de Pedro, los demás hombres hicieron lo mismo. Uno a uno dejaron que el ciego contemplara sus almas desnudas mientras el mar, el viento, la lluvia y las lágrimas les envolvían con su fuerza. Al terminar se quedaron sin aliento, como niños que se agotan tras sollozar sin descanso.
Los pescadores amarraron con dificultad el barco en el atracadero del islote. Como si fuera su lazarillo, Pedro ayudó al ciego a tomar tierra, resguardándose los dos de la lluvia bajo la misma gabardina.
–¿Cuándo quiere que regresemos a recogerle? –preguntó Pedro casi a gritos al ciego.
–Una culpa solo puede ser redimida con otra –contestó el invidente negando con la cabeza–. Solo así el criminal y el verdugo se convierten en un solo ser.
–¿Qué quiere decir?
–Que éste trayecto es de una sola dirección. Me alimentaré de las gaviotas hasta que ellas se alimenten de mi.
Pedro miró por unos instantes los ojos del ciego. Era tan inmensos y blancos que parecían iluminarle como unos faros en la noche. Las lágrimas que brotaban de ellos se confundían con gotas de lluvia al caer por sus mejillas. Pedro dio su gabardina al ciego y volvió al barco.
–¿A dónde vamos? –preguntaron los hombres a Pedro.
–Demasiados días sin jornal –dijo Pedro a sus compañeros indicando con gestos hacia el mar abierto.
Llenaron la caldera de carbón y el pesquero se fue alejando del islote. Los pescadores no giraron sus rostros esta vez y contemplaron desde babor como la silueta del ciego se iba haciendo más pequeña hasta diluirse a lo lejos en la llovizna.
El fuerte oleaje amenazaba con arrancar la popa en cualquier momento. De repente, un familiar ruido, áspero y discordante, llamó la atención de los pescadores. Al mirar al cielo se vieron rodeados de numerosas gaviotas que llegaban graznando desde el islote de piedra. La lluvia empezaba a amainar. Los pescadores prepararon sus redes. En el horizonte, el cielo se confundía con el océano en un mismo gris celeste.

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