Santiago Samaniego
Ficción: Ama de casa
Era lunes y Carmen entró en el dormitorio de su hijo para despertarle. Al cruzar la puerta, un aire intensamente cargado de virilidad la intoxicó. Rubén yacía inerte sobre la cama con el torso desnudo y su antebrazo izquierdo tapando sus ojos. La sábana y la almohada estaban hechas un ovillo, arrinconadas entre la pared y el colchón, como si el cuerpo de su hijo hubiera librado una batalla con ellas a lo largo de la noche. Carmen envidiaba la capacidad de Ruben de dormir profundamente sin ninguna interrupción. Los vecinos habían vuelto a estar de fiesta toda la noche y ella apenas había pegado ojo. Carmen se quedó unos segundos observando aquel cuerpo casi desconocido. Su hijo se estaba haciendo un hombre. Estaba empezando a darse cuenta. La pelusa que poblaba su quijada crecía aun de manera irregular pero el vello de su axila era abundante, al igual que el que poblaba su abdomen y que crecía en densidad conforme se acercaba a su pelvis. Así tumbado, con parte del rostro tapado, se parecía a su padre. El mismo cabello rebosante, la misma mandíbula angulosa, los mismos lunares dispersos en su pecho y el mismo olor acre que esparcía gradualmente su entrepierna sudada. Carmen acercó un poco su rostro y inhaló hondamente. Al instante se ruborizó y se apresuró en abrir la ventana para oxigenar el ambiente cargado a testosterona. Cerró los ojos y respiró la brisa entrante, hasta que un ruido extraño llamó su atención. Era el móvil de su hijo que vibraba sin sonido sobre la mesilla de noche. Se acercó a mirar la pantalla del teléfono. Su hijo había recibido un mensaje con remitente femenino. Su nombre era Ana. El mensaje en la pantalla bloqueada decía “Te quiero todo para mi” seguido de tres emoticonos con forma de corazón.
–¿Quién es Ana? –preguntó Carmen en voz alta.
–¿Qué? –dijo Rubén confuso tras despertar abruptamente del sueño.
–El desayuno está listo. Vas a llegar tarde –replicó Carmen antes de salir de la habitación sorteando la ropa de su hijo dispersa por el suelo.
En la cocina Carmen metía en un táper el almuerzo que acababa de preparar para Rubén con las sobras del fin de semana. Él desayunaba de un cuenco con dibujos infantiles al mismo tiempo que tenía sus ojos clavados en el móvil. Una carcajada salió de su boca llena de leche con cereales.
–¿Qué es tan divertido? –preguntó Carmen.
–Nada –contestó Rubén sin levantar la mirada de la pantalla.
Rubén, sin despedirse, salió de casa en dirección al instituto. Carmen se quedó observando por la ventana cómo se alejaba hasta desaparecer al final de la calle. Tomó un sorbo del café. Estaba ardiendo. Quiso echar leche fría pero su hijo había acabado el último tetrabrik. Esperó a que la taza se enfriara mientras observaba los vasos, platos y sartenes que se apilaban en el fregadero desde el día anterior. El grifo llevaba varios días goteando y el desagüe estaba atascado. Olía mal. Si no lo limpiaba pronto la cocina se llenaría de moscas. Cuando volvió a probar el café, ya estaba demasiado frío. Lo echó en el fregadero.
Carmen cogió el teléfono e hizo una llamada. Saltó un buzón de voz. Dejó un mensaje tras oír la señal.
–Es mitad de mes y aun no he recibido la transferencia. ¿Empezamos así? Tengo que hacer la compra, pagar las clases de tu hijo, llamar a un fontanero… –Carmen cogió aire durante unos instantes para evitar sonar demasiado exaltada–. No me puedes dejar así –concluyó antes de escuchar saltar abruptamente la dicción mecanizada del buzón de voz indicando que el servicio contestador estaba ya saturado.
Carmen colgó el teléfono antes de empezar a llorar, apoyó el peso de su torso sobre la encimera y respiró profundamente para contener las lágrimas. El sonido del goteo del grifo sobre los platos sucios la desesperaba. Encendió la radio para para evitar oírlo. Tras sintonizar una emisora que hablaba de deportes encontró un dial con noticias. Una locutora comentaba con sus contertulios el suceso que había llenado las horas muertas de los medios de comunicación locales durante las últimas veinticuatro horas: una mujer había dejado en los bancos de la estación de tren una bolsa que contenía la cabeza cortada de un hombre. Se pedía la colaboración ciudadana para identificar a aquella mujer a partir de las imágenes captadas por una cámara de seguridad de la terminal. Carmen desintonizó de nuevo el dial dejándolo en el ruido entre dos emisoras. Entonces su teléfono móvil sonó. La llamada venía desde la consulta dental que regentaba su marido. Carmen dejó sonar el teléfono.
Salió al jardín. Sobre el césped de su parcela había varios botellines de cerveza que los vecinos habían tirado por encima del vallado la pasada noche. Desde que esa pareja se mudó a la urbanización hace un par de meses apenas se había intercambiado con ellos un par de escuetos saludos al principio y unos golpes en la pared después. Él había superado los cincuenta pero vestía como si fuera un adolescente. Por edad ella podía ser su hija, solía tomar el sol en topless en el jardín sin ninguna discreción y gemía exageradamente al llegar al orgasmo. Carmen recolectó los botellines, cogió impulso y los tiró uno a uno de vuelta a la parcela de sus vecinos. Los dos últimos cayeron sobre hormigón. Escuchó con satisfacción cómo se hicieron pedazos. Respiró tras el esfuerzo. Se encontraba activa pero llena de frustración. Miró a su al rededor buscando algo más que pudiese lanzar. Se agachó y empezó a arrancar hierbajos tirando desde la raíz.
Durante un rato no paró de arrancarlos, cayendo en una especie de trance. Aquello era un arreglo instantáneo y satisfactorio que llevaba tiempo posponiendo sin saber por qué. Cuando acumuló bastantes, cogió impulso y los lanzó todos sobre la valla a la parcela del vecino. Hizo lo mismo con un arbusto medio seco que arrancó tras fuertes tirones y muchas muecas de esfuerzo. Después de coger aliento, miró hacia arriba, a la ventana aun abierta del dormitorio de su hijo.
La cocina estaba llena de moscas. Cogió el teléfono móvil de la encimera. Habían dejado un mensaje de voz en el servicio contestador. Marcó el buzón de voz. Una voz joven y femenina habló.
–Carmen, siento mucho molestarla. Soy Ava –la joven hizo una larga pausa antes de continuar–. Esta mañana Rubén no ha venido a trabajar. Desde ayer su móvil permanece apagado. He tenido que cancelar todas sus citas de hoy. ¿Sabes dónde puede estar? Estoy preocupada.
Carmen apretó la opción de borrar mensaje y subió a gran velocidad por las escaleras, pasando por encima de varios cuadros apoyados contra el rodapié que llevaban tiempo esperando a ser colgados. Entró en el dormitorio de su hijo. Por la ventana penetraba una fuerte solana. Abrió la puerta del armario y descolgó varias perchas con fundas protectoras oscuras. Las tiró sobre la cama y abrió sus cremalleras una a una. Dentro de las fundas habían trajes, camisas y corbatas de su marido que ella había guardado para cuando le viniesen a su hijo, que sería en breve. Era ropa muy cara que ella había encargado a medida para el padre de su hijo a lo largo de los años y que no permitió que se llevara. Sin embargo, aun olían a él. Amontonó la ropa y empezó a tirar por la ventana prenda tras prenda lo más lejos que pudo.
–Mamá, despierta.
Carmen escuchaba una voz que la llamaba. Se había quedado dormida en la cama de su hijo abrazando la almohada.
–Hay un coche de policía en la puerta –dijo Ruben mientras Carmen abría los ojos con pereza–. Quieren hablar contigo.
Carmen tardó unos instantes en enfocar con su mirada el rostro de su hijo, quien le agitaba con delicadeza el hombro para espabilarla. Realmente se parecía a su padre. Por un momento hasta le había confundió con él.
–¿Quién es Ana? –preguntó la madre a su hijo.
