“Escuchad, imbéciles de mierda. Aquí hay un hombre que va a cortar por lo sano, un hombre que va a hacer frente a la chusma, a la prostitución, a las drogas, a la podredumbre, a la basura. Aquí hay un hombre que acabará con todo eso.” Travis, interpretado por Robert De Niro, anotaba estas palabras en su diario antes de armarse hasta los dientes y salir a limpiar las calles de Nueva York en Taxi Driver. El imaginario que la película de Scorsese mostraba de aquella metrópolis marcó a millones de personas de todo el mundo que jamás habían pisado la ciudad de los rascacielos. El hollín de los tubos de escape y el vapor que emanaba de las alcantarillas envolvía en una sucia bruma a toda esa chusma que poblaba las calles oscuras y salpicadas por la lluvia de Hell´s Kitchen, West Village, Lower East Side o Harlem. Ese Nueva York de las drogas y la prostitución ha perpetuado en la historia el mito de La Gran Manzana, la ciudad más fascinante del mundo.
La primera vez que visité la ciudad de los rascacielos fue en la Semana Santa de 1990. Entonces era un niño y nunca antes había salido de España. Sin embargo, recuerdo identificar en las calles el mismo Nueva York de Taxi Driver: cines equis y video clubs porno anunciando su programación con carteles enormes, peep shows con neones rojos, prostitutas en minifalda a pesar del frío, vagabundos calentándose en las vaporosas alcantarillas, drogadictos de dientes picados suplicando un dólar a cualquier viandante… El Nueva York que vi entonces era tal y como se retrataba en las películas que más me gustaban.
En esas vacaciones de Semana Santa, después de Nueva York, me llevaron a Walt Disney World en Florida, el paraíso para cualquier vulgar mocoso. Los recuerdos de aquellos días con Mickey Mouse están apelmazados en mi mente por el clima tropical, la orgía de poliespan y la indigesta de algodón de azúcar. Nunca más volvería a pisar un reino de cartón piedra, sin embargo, siete años más tarde, hice la maleta y volé a la jungla de asfalto sin billete de vuelta. Hice de Nueva York mi nuevo hogar.
En realidad, primero me trasladé a Nueva Jersey, al otro lado del río Hudson, un lugar mucho más barato para vivir. Aprovechaba cualquier momento para cruzar el túnel Lincoln y patear la ciudad que nunca duerme en busca de aquella estampa que me recordara al De Niro de Taxi Driver, al Al Pacino de A la Caza, al Dustin Hoffman de Cowboy de Medianoche o a los Kids de Larry Clark. Sin embargo, no encontré apenas restos de ese universo vibrante y peligroso en los lugares hasta entonces más comúnmente atestados de depravación como Times Square, la calle 42 y la Cocina del Infierno. Muchos de los video clubs porno y peep shows pervivían pero no había señal por las esquinas de la Iris de Jodie Foster o el Ratso de Dustin Hoffman. Estaba decepcionado. ¿Dónde habían metido a las putas y los tullidos? ¿El sida había acabado con todos como había hecho con toda una generación de hombres homosexuales en la ciudad?
Recuerdo que un día entablé conversación con un hombre en un diner de la novena avenida. Era de madrugada. Ambos intentábamos rebajar el nivel de alcohol en nuestra sangre con café y huevos Benedictinos. “¿Dónde están las prostitutas? Ya no se ven en la calle” le pregunté. “Están en las páginas amarillas” contestó. Yo creía que bromeaba pero se levantó y cogió un voluminoso listín que había junto al teléfono público del local, lo abrió y marcó más de doscientas páginas bajo el epígrafe Escorts llenas de anuncios de agencias con fotos a todo color de mujeres que se asemejaban a Jessica Rabbit. “Dream Girls Escorts, Exotic Asian Escorts, Ebony Bootylicious Escorts… Llamas, sigues las instrucciones de un contestador automático y pagas con tarjeta de crédito” confirmó el hombre. Así que era verdad. Las prostitutas que llevaban décadas pateando la Calle 42 no habían desaparecido, sino que habían sido amontonadas bajo una tupida alfombra con el logo de Visa y MasterCard. ¿Quién estaba detrás de aquella operación de limpieza? ¿Había sido un conductor de taxi dispuesto a cortar por lo sano? Descubrí que no. Fue otro personaje cinematográfico, uno que en vez de tener una cresta mohawk lucía una voluptuosa melena rojiza: El Rey León.
Tras el sorprendente éxito de la adaptación al teatro de La Bella y La Bestia en el año 1994, Disney estaba decidido a devolver la popularidad a los musicales de Broadway explotando los personajes de su fondo de catálogo. En 1995, la multinacional del entretenimiento compró el ruinoso teatro New Amsterdam en la Calle 42. La idea era devolverle el esplendor al edificio con una reforma y estrenar allí la adaptación teatral de su película más exitosa. Sin embargo, había un problema ¿Cómo atraer a hordas de familias acomodadas a una zona conocida por ser el centro neurálgico de la pornografía y la prostitución? Micky Mouse necesitaba urgentemente de los servicios de un Robert De Niro armado hasta lo dientes para acabar con la chusma, las drogas y la podredumbre que poblaba midtown. El ratón con guantes encontró su Travis. Se llamaba Rudolph Giuliani. Al igual que De Niro, Giuliani era italoamericano. Si el famoso actor forjó su reputación interpretando a mafiosos que imponían su propia ley en las calles de Nueva York en El Padrino II y Uno de los nuestros, Giuliani había desarrollado toda su carrera profesional luchado contra las drogas y la mafia como fiscal del distrito de Nueva York. Cuando fue elegido alcalde de la ciudad, su prioridad numero uno fue cortar por lo sano y limpiar las calles de chusma. Un mes después de mi llegada a Nueva York, se estrenó El Rey León por todo lo alto y la Calle 42 mutó definitivamente de ser un nido de depravación con putas y colgados a convertirse en un parque temático para turistas en sandalias con calcetines.
Recuerdo muy bien como, en 1992, mi pequeña ciudad natal se llenó de asentamientos de gitanos y otros desheredados expulsados de Barcelona y Sevilla cuando éstas ciudades se preparaban para las Olimpiadas y la Exposición Universal. Si el mundo entero tenía sus ojos puestos sobre España, la prioridad de los políticos era quitar del encuadre todo lo que ensuciara la foto. Si las prostitutas de la Calle 42 terminaron en las páginas amarillas, ¿debajo de qué alfombra el imperio Disney y Giuliani habían escondido a los vagabundos y drogadictos que acostumbraban a arrastrarse por las aceras de Manhattan como culebras moribundas?
Yo estaba viviendo en Astoria, Queens, en el salón de un piso compartido con hindúes y Taiwaneses que cocinaban día y noche y se empeñaban en llamarme Ricky Martin, cuando un día me aventuré y cogí el Ferry de Staten Island. Ese día empecé a descubrir el dorso de la inmensa alfombra que cubría toda la escoria que nadie quería ver.
La ciudad de Nueva York está divida en cinco distritos: Manhattan, Bronx, Brooklyn, Queens y Staten Island. Este último es el más aislado, el menos habitado con mucha diferencia y la única circunscripción que no había visitado. La isla separa la bahía de Nueva York con el océano Atlántico y es tres veces superior en tamaño a Manhattan. A pesar de ello, solo hay dos maneras de llegar allí desde el resto de distritos: mediante el puente Verrazano que lo conecta con Brooklyn y es el viaducto más largo de EE.UU –inmortalizado por ser el símbolo de la prosperidad para Tony Manero en Fiebre del Sábado Noche– y el Ferry de Staten Island, un transbordador de color naranja que enlaza gratuitamente en media hora el sur de Manhattan con Saint George en Staten Island, y en cuyo trayecto casi se puede chocar los cinco a la Estatua de la Libertad.
Fue en la terminal del Ferry en Saint George donde reconocí la podredumbre que antes poblaba las aceras y los bancos de tantos barrios de Manhattan. Más de doscientos indigentes, hombres y mujeres, vivían en aquella terminal. Ocupaban los asientos de espera, las escaleras de acceso o dormían en el mismo suelo sobre un cartón. La estampa me recordó a mi primera visita a Nueva York en 1990 con una diferencia. De niño vi esa podredumbre desde la barrera, desde el otro lado de una ventanilla de taxi o autobús, como un espectador en un cine. Ahora tenía la miseria a pocos centímetros de mi cara y el olor a humanidad descompuesta me entraba por los ojos y llenaba lo pulmones. Se pueden olvidar caras, imágenes y experiencias vividas pero los olores no se olvidan. Se almacenan en un rincón de nuestro cerebro que se activa sin querer al forzar un recuerdo. Ahora mismo percibo, de nuevo y muy cerca, aquel olor a abandono, enfermedad y muerte. Los pasajeros que esperaban la salida del siguiente Ferry con destino Manhattan se arrinconaban junto a la darsena tapándose la nariz y evitando mirar a su al rededor. En el momento en el que abrían la compuerta, salían disparados al barco a ocupar las mejores vistas del skyline de Manhattan aun con las Torres Gemelas en el horizonte. Eso mismo es lo que hice yo aquella vez. Sin embargo, pocas semanas más tarde, hice la maleta y me mudé muy cerca de Saint George.
Vivir en Staten Island era como transitar entre La noche de los muertos vivientes y La carretera de Cormac McCarthy. La miseria de la terminal del Ferry se extendía por las calles de Saint George. Muchos vagabundos empujaban un carrito de la compra donde iban recogiendo latas y envases de plástico por las calles. Luego, en la entrada de los supermercados, canjeaban en máquinas los cascos y botes por dinero que gastaban en comida, alcohol o droga. Llamé varias veces a la ambulancia cuando me tropezaban con un cuerpo inerte y frío tendido en la acera. Por esa razón, la mayoría de habitantes de Staten Island evitaban Saint George. Saltaban del Ferry al autobús que les llevaba a sus casa en otros barrios residenciales. La mayor parte de la población en Staten Island es blanca, lo que algunos llaman despectivamente white trash (basura blanca) por su vinculación étnica con la pobreza. En una ciudad como Nueva York, donde lo primero que se pregunta al conocer a alguien para categorizarlo es “¿Dónde vives?”, decir que vives en Staten Island no era empezar con buen pie. Fácilmente te sumía en la vergüenza.
Al poco de mudarme a allí, me di cuenta que algunos días que se levantaba viento llegaba un olor nauseabundo que entraba en la casa. No olía a los indigentes sino a meter la cabeza en un contenedor con heces y huevos podridos. El olor empeoraba considerablemente en las noches más calurosas y húmedas. Cuando fui por primera vez al centro comercial de Staten Island, descubrí de donde venía aquel olor fermentado. La gente bajaba del autobús corriendo y tapándose la nariz hasta llegar al interior del centro comercial porque al otro lado de la calle estaba el basurero de Fresh Kills. Aquel lugar (traducido literalmente “el fresco mata”) era el vertedero más grande del mundo. Tenía tres veces el tamaño el Central Park. Toda la basura que generaban los doce millones de habitantes de la ciudad de Nueva York era depositada allí.
Volví días más tarde con la cámara de fotos. Lo primero que se veía eran montañas de basura donde se arremolinaban miles de gaviotas. Entraban los camiones de basura y descargaban más escombros encima. Cuando depositaban la carga llegaban otros vehículos que regaban todo con un líquido de esencia a pino para camuflar el olor. Me aproximé aun más pero era complicado ver la grandeza del espectáculo desde muy cerca porque miles de bolsas arrastradas por el viento se enganchaban en las mallas metálicas de la cerca e impedían la visión, creando una atmósfera de cárcel posapocalíptica. Recuerdo que apuntaba al horizonte de desechos con la cámara de fotos y no podía fijar el encuadre porque las bolsas se aplastaban con violencia contra el objetivo o contra mi cara. Los árboles de las zonas colindantes tenían bolsas de basura ancladas en sus ramas en lugar de hojas y ahí se quedaban porque era inútil quitarlas. Cuando se levantaba el viento del Atlántico de nuevo, las bolsas de basura volvían a revolotear por el cielo como buitres.
Recuerdo una anécdota que describe muy bien lo que era Staten Island. Un día, esperando a que saliera el autobús de la terminal de Ferry, una señora blanca empezó a increpar con aptitud racista a un extranjero de fuerte acento. “Aquí hay libertad y puedo decir lo que me venga en gana –gritaba aquella white trash– Esto es los Estados Unidos. No queremos mierda como tú”. Una chica afroamericana que estaba sentada en la parte delantera del autobús, la corrigió con voz muy serena: “Señora, esto no es Estados Unidos. Esto es Staten Island”. El autobús entero rompió en carcajadas.
Fresh Kills se cerró en el 2001, pasando de ser vertedero a cementerio. Allí se depositaron la mayoría de restos y escombros de la zona cero tras el atentado de las Torres Gemelas el 11 de septiembre.
Después de vivir en Staten Island, me mudé a Ocean Parkway, en Brooklyn, con una chica puertorriqueña a quien su padre, ferviente comunista, bautizó “Lenina". Era un barrio tranquilo de inmigrantes rusos y judíos ortodoxos. Un año después, me fui a vivir a Upper East Side en Manhattan, el barrio más rico de todo Nueva York, donde compartí piso con un científico de la Universidad de Rockefeller y un trabajador de las Naciones Unidad de origen kazajo. A menudo me cruzaba con Woody Allen y Soon Yi empujando un carrito de bebé a toda prisa por las aceras de Park Avenue. A lo largo de siete años, había vivido en todos los distritos de Nueva York excepto en el Bronx, siendo testigo de miserias y lujos por igual. Tras recaer finalmente en el limpio y elegante Upper East Side, no me imaginaba que un día tendría que volver a Staten Island por trabajo. Me contrataron como asistente de producción en un largometraje que se titulaba –convenientemente– Staten Island y que trataba de tres amigos adolescentes que crecían en un nostálgico Staten Island de los años ochenta. Se rodaba en todos los sitios más emblemáticos de la isla: el puente Verrazano, el Ferry de Staten Island, la bonita playa –pero contaminada– de South Beach… todos los platos fuertes de la isla se usaron de localización, excepto el vertedero de Fresh Kills. El director de la película decía que todo Staten Island estaba avergonzado de que se vinculara la imagen de su hogar con el mayor vertedero del mundo y él no iba a retratar aquel lugar, aunque se respiraba en el aire su hedor en cualquier rincón de la isla.
Dejé de trabajar en aquella película a mitad de rodaje por un cúmulo de coincidencias. Un día me confundí y me metí en el furgón del equipo equivocado. La productora prestaba un servicio de furgonetas para trasladar al equipo de la película desde Manhattan a Staten Island. El punto de recogida siempre era Times Square, tanto en esta producción como en muchas otras. La intersección de Broadway con la séptima avenida entonces ya había cambiado por completo. En la zona ya no había sex shops ni nada que recordara al Nueva York de Taxi Driver. La zona se había convertido en un parque temático con mega tiendas Disney, Toys “R” Us’ y el museo de Madame Tussauds en plena Calle 42, donde una reproducción de cera de Whoopi Goldberg te daba la bienvenida desde el escaparate. Los propios Neoyorquinos evitaban esa área por la aglomeración de turistas.
La hora de salida del furgón con el equipo de Staten Island eran las siete de la mañana. Como costumbre, siempre llegaba dormido al punto de encuentro pero un día iba tan zombie que me metí en la furgoneta equivocada. Tras quedarme un rato transpuesto contra la ventanilla, levanté la mirada. Estaba rodeado de mujeres que se parecían a Jesicca Rabbit, todas con grandes curvas y largas uñas postizas. “¿Qué rodaje es este?” pregunté extrañado. “Cariño, esto es una película porno”, contestó una de las señoras Rabbit. Cuando me di cuenta ya había salido la furgoneta de mi rodaje con destino a Staten Island. Tuve que coger el metro hasta South Ferry y allí el barco hasta Staten Island. Hice todo el trayecto en la popa del barco, contemplando como se alejaba poco a poco la isla de Manhattan. Había hecho aquel trayecto millones de veces antes pero aquella era la primera vez que lo hacía desde que las Torres Gemelas habían dejado de formar parte del emblemático skyline de Nueva York. Aquello marcaba una nueva época. Al pasar justo a la Estatua de la Libertad, me di cuenta de algo. Al día siguiente no volvería al rodaje de Staten Island. El conductor de la furgoneta de la película porno se fijó que yo llevaba colgando de mi cuello un estuche de una videocámara recién salida al mercado. Los de la película de Staten Island me había pedido que ese día la llevara al rodaje para grabar un poco de making of. El conductor de la furgoneta porno me propuso algo antes de verme marchar: “Necesitamos una cámara adicional en nuestra película. ¿Te interesa? Son $200 la jornada”. Me pasé las siguientes dos semanas haciendo de cámara adicional en varias películas porno. ¡Finalmente había encontrado prostitutas en Times Square y las enfocaba bien de cerca! ¿Quien me lo iba a decir de niño, la primera vez que vi Times Square doce años atrás?
La depravación y la miseria no me fascina particularmente pero siempre he sido consciente de algo: no puedo huir de lo abyecto. Nadie puede. En el momento en el que miras a los ojos a un indigente o compartes su espacio, ya formas parte de él, de aquello que le ha llevado a esa situación. Con la depravación sexual es igual, lo observes tras una ventanilla, en las páginas amarillas o en tu propia piel. O eres objeto o eres espectador pero nadie es neutral a la fuerza que provoca las miserias y las pulsiones más básicas. Somos sexo, somos depresión, somos impulsos y abandono, o nos enfrentamos a esa dinámica o nos pasaremos la vida sin conocer realmente el alma humana. Me mudé a Staten Island porque allí la vida era muy barata y podía repetir gratis todos los días el mismo trayecto por la bahía de Nueva York que hicieron millones de inmigrantes en busca de nuevas oportunidades a lo largo de décadas. Si algo me aportaba Nueva York con apenas veinte años de edad era eso: la posibilidad de vivir una vida nueva cada día, de pasar de la miseria de Staten Island a la grandeza de Manhattan sin juzgar a una u otra en el camino ante la mirada de la estatua de la libertad.
Hace unas semanas hablé con un viejo amigo de Nueva York por teléfono:
–¡Hey! ¿Sabes lo que he oído de Staten Island, aquel pozo de mierda en el que viviste?
–¿Aquel distrito que nunca has pisado, a pesar de vivir desde niño en Nueva York?
–Ya, es que no me gusta contagiarme de enfermedades.
–Especialmente tú que eres más white trash que Cristina Aguilera.
–No puedo creer que mi Cristina naciera en ese vertedero.
–¿Qué has oído de Staten Island?
–Están construyendo la noria observatorio más grande del mundo junto a la terminal del Ferry, tipo el London Eye pero a lo bestia. Va junto a un inmenso centro comercial de lujo en pleno Saint George. También están convirtiendo el antiguo basurero de Fresh Kills en uno de los parques metropolitanos más grandes del mundo. ¡Van a hacer de ese pozo de mierda otro Disneylandia!
–Te veo mudándote en breve.
–¡Qué emoción! No puedo esperar.
Y ahora me pregunto ¿dónde esconderán de nuevo la basura que nadie quiere ver?
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